Familiares de distintos puntos de Chile acudían a esta fiesta que comenzaba un viernes con el arribo de los comensales y finalizaba cuando el domingo se recogían los últimos platos.
Todo había sido preparado con mucha antelación: la pintura de la fachada y de todas las habitaciones era un rito del cual participaba, premunido de brocha y tarro de pintura, con un gorrito de papel en la cabeza. La iluminación de las guirnaldas, me enseñó ya de muy niño, lo que significaba un golpe de corriente. Entre cables y conectores, realizaba todas las instalaciones de sonido, que había ido aprendiendo con la práctica. El registro fotográfico era otra de mis responsabilidades. Las cuales había que apresuradamente combinar, con las de abastecimiento de los bebestibles y comestibles, que incluían toda una variedad, que no dejase lugar a dudas, que una fiesta es una fiesta.
El concepto de DJ, tampoco existía, pero era mi función, ya comenzada la velada, que era de mantel largo, en una interminable mesa, a la que por un costado, se agregaba la tan chilena "mesa del pellejo", donde siempre se ubicaban los más revoltosos y humorísticos invitados, que con sus chistes y risas, invitaban, a los más formales, a dejar los convencionalismos, para entregarse al placer de disfrutar de una velada inolvidable.
La cena era una consecución de exquisiteces que iban desde lo más selecto del mar, hasta aquello que constituía los elogios para los o las cocineras. Las chirimoyas ebrias de vino blanco, competían con las frutillas que sumergidas en vino tinto, hacían del borgoña un ir y venir. Los vinos se abrían casi en una sinfonía de corchos que indicaban que la fiesta ya estaba encumbrados hacia la pista de baile, que ya hacía de sus sones el mayor atractivo. El pisco sour, la champagne y el wisky, competían por llegar antes a los labios de los sedientos bailarines, que brindaban en forma consecutiva por los santos.
Una vez terminada la comida, el baile era toda la fiesta; la alegría desbordaba por los rincones y las risotadas, parecían escapar por las ventanas a contagiar a todo el barrio.
El amanecer pillaba de improviso a los bailarines, pletóricos de satisfacción. Algunos rendidos se iban a dormir, otros más resistentes continuaban la juerga hasta el otro día, pasando por el desayuno y la preparación de algún caldo mágico que espantara la borrachera.
Con el lento pasar de las horas de la tarde, la conversación y los recuerdos sumían a los invitados en una amistosa nostalgia, que devenía en preparación de las maletas para iniciar el regreso.
Cuando el sol anunciaba sus últimos rayos y las "onces" eran ya pasado, comenzaba el ritual de despedida. En la puerta, mi abuelo, el santo mayor, mi padre, el santo del medio, mi madre y yo el santo menor, recibíamos las felicitaciones y agradecimientos por tan magno evento.
Hoy, que casi ninguno de esos invitados sobrevive, reflexiono con nostalgia, el paso del tiempo que hizo que el concepto de fiesta, se fuese diluyendo en nuestra sociedad, para encerrarnos en un individualismo que no deja espacio, al compartir, en pos del baile y de la risa, en un entorno familiar, donde todo era conocido, las anécdotas, los chistes repetidos una y otra vez; donde los abrazos, hacían pensar en una fraternidad, que se materializaba en una amistad.
Es San Carlos nuevamente, entonces, de pie junto a la puerta que vio pasar mi niñez, brindaremos entre alegres y emocionados, por todos los que un día, celebraron y hoy ya no están.
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