La tarde se venía calurosa. La canícula arreciaba sobre el techo de plástico, que cubría el corredor que iba a los baños, mientras disfrutábamos de mojarnos el pelo y la nuca, con el agua de los surtidores, que habían en la parte exterior de los lavabos. La excitación era máxima, íbamos a salir, en dirección al teatro, para lo cual el colegio, de los Hermanos Maristas: el Instituto Alonso de Ercilla, disponía de sendas micros Ford, con carrocería Canadiense, muy largas y de interminables asientos, con ventanas que se abrían, con un sistema que bien podía cortarte un dedo, si distraidamente, bajaba de improviso.
La rutina indicaba que había que formarse por estatura, dejándome casi siempre muy cerca del final, de la interminable fila, lo que me ubicaba, por lo general, al fondo de la micro. Los profesores de "Castellano", como se le llama a la asignatura, por aquel entonces, hacían denodados esfuerzos por incentivarnos el gusto y el amor, por las distintas disciplinas artísticas, dentro de las cuales se encontraba el teatro; contábamos para tal efecto, con una sala, que llamábamos " Salón Audiovisual", donde exibíamos, películas y hacíamos obras de teatro, ya desde muy pequeños. El solo hecho de salir del colegio, aunque fuera por unas horas, era una especie de liberación, de todas las reglas hasta ese momento inflexibles, y que por arte de magia, se volvían difusas, en medio del tumulto, la alegría y el jolgorio.
Con cierta prisa, como si la función estuviese a punto de comenzar y nos fuésemos a quedar afuera, enfilamos hacia la Plaza Ñuñoa. El camino estubo matizado de cantos y juegos de scout, de manera de mantener controlada a tanta cantidad de niños y jóvenes, sobre estimulados, por la ansiedad de la aventura.
La micro estacionó frente al número 26 de la calle Jorge Washingtón, era el Teatro Dante, (actual Teatro de la Universidad Católica de Chile), al cual llegué por primera vez, aún siendo un adolescente de 15 años, desde cuya marquesina, colgaban grandes carteles, que anunciaban el título de la obra: Arauco Domado, de Lope de Vega.
Como era de esperar, no todos manifestaban su inclinación por las artes de la representación y el solo hecho de tener que hacer una prueba escrita, sobre la obra, esfumaban las ganas de atender y disponerse a ver un magno espectáculo.
El Teatro Dante era un elefante gris, enorme y obscuro, carente de tratamiento acústico, con aspecto más de cine, que de teatro, con grandes impedimentos de visión, hacia el escenario tanto desde la platea como de la galería, donde quedé ubicado, ya que, los otros cursos menores, habían acaparado las primeras filas.
Los cuchicheos, las risas y los interminables, llamados de atención de los profesores e inspectores, a mantener la compostura y el silencio, mediante la calma y el sofocine, lograban todo lo contrario en la joven audiencia, que venía a divertirse y hacer desorden, como se le llamaba, a la falta de educación, ante eventos de esta naturaleza.
Las luces se fueron apagando de a poco, en la medida que una gran algarabía, inundaba los rincones del viejo teatro, sumiéndonos en una completa obscuridad, que daría paso a un incierto murmullo, tratando de ver en la penumbra.
La obra comenzó ante nuestros ojos, con inusitada fuerza, la cual, daba cuenta, de la temática de un pueblo, que luchaba, con tenacidad contra el conquistador español. La poca costumbre de algunos en el público, de ver obras antiguas, comenzó a hacerlos perder la paciencia, ante un lenguaje, que les resultaba tan extraño como distante.
Abajo bien lejos, desde donde me encontraba, los actores hacían notables esfuerzos por cautivar a la audiencia y tratar de a lo menos, lograr que mantuviesen silencio. Algo me hizo presagiar un trágico final. El público se comportaba como los indígenas de la obra, algo había reestimulado en ellos, su sangre mapuche y tanto en los sonidos, como las exclamaciones, tenían un parecido ancestral, que se negaba a compartir tanto el lenguaje, como su significado.
El ruido, lejos de disminuir, fue subiendo, los actores hacían largas pausas, entre las cuales costaba distinguir los textos, a lo que se agregaban, las voces de los profesores que hacían callar a los alumnos, mientras los inspectores, amenazaban, con anotaciones en conducta, castigo y hasta suspenciones. Entre medio de ellos, yo trataba de entender, lo que los actores decían y de ver, ajustándome los lentes, para no perderme detalle, por sobre las cabezas de quienes ya no podían mantenerse sentados.
El asunto se volvió crítico, cuando al protagonista, deciden cortarle las manos. Entrando por el costado izquierdo del escenario, (su costado favorito), el actor gritaba despavorido, los textos, que en medio de la sangre que manaba de sus destrozadas muñecas, nos hablaba de una tragedia, sin parangón, en lo visto por nosotros hasta ese momento. A los gritos del actor, comenzaron a superponerse los alaridos y aullidos, del público, que dada lo violenta de la escena, arremetía con fuerza contra los actores, que representaban a los españoles.
En medio de ese ambiente, el protagonista, hace un gran desplazamiento, se para en su rincón, levanta sus brazos, ya sin manos, mira al público y cuando toda la espectación, indica que va a decir un texto vital, para desarrollo de la trama; hace unos gestos con la cara, como de dios furibundo y grita con potente voz:
-" ¡¡... Esto es un Teatro, no es un circo...Y yo soy un actor, no un payaso!!!! ".-
Acto seguido, se saca los muñones que tenía por brazos, los hace estrellar con furia, en el suelo del escenario, se saca el resto del vestuario, al momento, en que indignado, hace mutis por el foro y abandona la escena, dejando inconclusa la representación.
Gran impacto me causó, el imprevisto incidente que dejó la función a medio camino. A punto tal, de cautivarme la idea, de dejar de ser el payaso del curso, para pensar seriamente en transformarme en actor. Era definitivo, me había enamorado del teatro. Eso es lo que quería hacer, en mi vida.
Al día siguiente, cuando contestaba las preguntas en clase, respecto a lo visto. Escribí, que no sabía en que terminaba la obra, pero que si, me había impresionado, la dignidad, el arrojo, la valentía y el amor, con que el actor, protagonista, había defendido su oficio. Y que por tanto, lo único que recordaba, era su nombre: Ramón Nuñez.