martes, noviembre 04, 2008

San Carlos: El sentido de la Fiesta



Todos los 4 de Noviembre, mi madre hacía una fiesta descomunal, donde se celebraba todo de una. Cumpleaños, Aniversarios, Onomásticos etc, etc.
Familiares de distintos puntos de Chile acudían a esta fiesta que comenzaba un viernes con el arribo de los comensales y finalizaba cuando el domingo se recogían los últimos platos.
Todo había sido preparado con mucha antelación: la pintura de la fachada y de todas las habitaciones era un rito del cual participaba, premunido de brocha y tarro de pintura, con un gorrito de papel en la cabeza. La iluminación de las guirnaldas, me enseñó ya de muy niño, lo que significaba un golpe de corriente. Entre cables y conectores, realizaba todas las instalaciones de sonido, que había ido aprendiendo con la práctica. El registro fotográfico era otra de mis responsabilidades. Las cuales había que apresuradamente combinar, con las de abastecimiento de los bebestibles y comestibles, que incluían toda una variedad, que no dejase lugar a dudas, que una fiesta es una fiesta.
El concepto de DJ, tampoco existía, pero era mi función, ya comenzada la velada, que era de mantel largo, en una interminable mesa, a la que por un costado, se agregaba la tan chilena "mesa del pellejo", donde siempre se ubicaban los más revoltosos y humorísticos invitados, que con sus chistes y risas, invitaban, a los más formales, a dejar los convencionalismos, para entregarse al placer de disfrutar de una velada inolvidable.
La cena era una consecución de exquisiteces que iban desde lo más selecto del mar, hasta aquello que constituía los elogios para los o las cocineras. Las chirimoyas ebrias de vino blanco, competían con las frutillas que sumergidas en vino tinto, hacían del borgoña un ir y venir. Los vinos se abrían casi en una sinfonía de corchos que indicaban que la fiesta ya estaba encumbrados hacia la pista de baile, que ya hacía de sus sones el mayor atractivo. El pisco sour, la champagne y el wisky, competían por llegar antes a los labios de los sedientos bailarines, que brindaban en forma consecutiva por los santos.
Una vez terminada la comida, el baile era toda la fiesta; la alegría desbordaba por los rincones y las risotadas, parecían escapar por las ventanas a contagiar a todo el barrio.
El amanecer pillaba de improviso a los bailarines, pletóricos de satisfacción. Algunos rendidos se iban a dormir, otros más resistentes continuaban la juerga hasta el otro día, pasando por el desayuno y la preparación de algún caldo mágico que espantara la borrachera.
Con el lento pasar de las horas de la tarde, la conversación y los recuerdos sumían a los invitados en una amistosa nostalgia, que devenía en preparación de las maletas para iniciar el regreso.
Cuando el sol anunciaba sus últimos rayos y las "onces" eran ya pasado, comenzaba el ritual de despedida. En la puerta, mi abuelo, el santo mayor, mi padre, el santo del medio, mi madre y yo el santo menor, recibíamos las felicitaciones y agradecimientos por tan magno evento.
Hoy, que casi ninguno de esos invitados sobrevive, reflexiono con nostalgia, el paso del tiempo que hizo que el concepto de fiesta, se fuese diluyendo en nuestra sociedad, para encerrarnos en un individualismo que no deja espacio, al compartir, en pos del baile y de la risa, en un entorno familiar, donde todo era conocido, las anécdotas, los chistes repetidos una y otra vez; donde los abrazos, hacían pensar en una fraternidad, que se materializaba en una amistad.

Es San Carlos nuevamente, entonces, de pie junto a la puerta que vio pasar mi niñez, brindaremos entre alegres y emocionados, por todos los que un día, celebraron y hoy ya no están.

Que Nuestra Sangre Cante su Sombra



Avanzan sus rostros en el silencio. Son los ausentes. Nos llaman con la voz transparente de los sueños. Están tan cerca que no necesitamos levantar los ojos para verlos. Somos nosotros los que vemos a través de ellos, por eso nos nublamos en los días más radiantes y en medio del huracán oímos la delgada música de una rosa. Los ausentes son nuestra memoria. Sus pasos nos conducen a la infancia que se oculta siempre en lo perdido. Y cuando estamos solos afinan nuestro corazón con la honda verdad albergada en lo que no existe. Respiran junto a nosotros envolviéndonos en un humo luminoso que rescata: de la casa la penumbra cálida de una mano materna; del primer amor la alteración misteriosa de la vida que late con el pulso de otro ser; del llanto su quieta celebración final; del beso su cielo desvanecido.
Los ausentes nunca cicatrizan dentro de nosotros. Existimos desde su herida. Nuestras palabras transitan por el mudo idioma de signos que nos dejaron, por eso siempre dicen más de lo que dicen. Los ausentes nos hacen señas desde las brasas de una fotografía, desde el muñeco de trapo derrumbado en el salón, desde el racimo de luz que al atardecer tiemba en nuestra mesilla de noche, desde la altitud que alcanzamos en nuestros sueños...
Los ausentes se alegran con nosotros porque en su inmovilidad cantan sin tiempo aquella mañana feliz. Y se entristecen como un crepúsculo al que se le da la espalda cuando vemos cómo todo se aleja y, sin respuesta, todavía lo amamos. ¿Qué sería de nosotros sin los ausentes? Nos quedaríamos sin historia, opacos. Nuestro corazón latiría sin la música de ningún paisaje. Nuestro cuerpo sería invisible, porque nuestro cuerpo lo construyeron todos los seres que amamos.
Sería un cuerpo sin esquinas, sin lagos, sin precipicios. Sería una piel muda, sin la hoguera de la memoria de otro cuerpo. ¿Qué sería de nosotros sin los ausentes? Conoceríamos la esterilidad, el inconsolable dolor de nunca en alguien poder amanecer. Nos perderíamos sin que nadie nos buscase. Caminaríamos por una soledad sin imágenes. ¡No, que vengan! ¡Que nunca se apague el astro de su memoria! ¡Que nuestra sangre cante su sombra!
J. Lostalé.

Felicidades!!