Cuando ingresé a pabellón para ser operado de un repentino desprendimiento de retina, que me había dejado ciego en tres días, el pronóstico era trágicamente fatal. Quedaría ciego y no habría ninguna posibilidad, de recuperar la visión, mediante la alta tecnología láser, existente en nuestro país. Solo un milagro podría revertir el categórico diagnóstico.
Todo había comenzado como una mosca que iba y venía, en mi campo visual, en la medida en que miraba a un lado y otro. Al segundo día era un punto, al tercer día la mitad de la visión, al cuarto día ya no veía. No lo podía creer. Para mí, como fotógrafo, actor y artista audiovisual era, sencillamente la muerte. El final de todo aquello, que constituye la esencia de lo que eres, mas allá de lo que haces, sea profesionalmente o como amateur. La vista como sentido vital de la existencia, se vuelve más necesaria en la medida en que se pierde. En momentos en que la ciencia humana, llega a su límite, nos encontramos nuevamente solos, ante Dios. Como ese día en que casi inconsciente, avanzaste desde el útero de tu madre, hasta la salida y de ahí a las manos de la matrona, para sentir el frío de la vida, una palmada en el culo, para obligarlo a llorar y a respirar. Colgando boca abajo, sintiendo la soledad del mundo, que comienza a abrirse ante tus ojos, dejando atrás la ceguera y la obscuridad del vientre materno. Cuando el dolor se hace agudo, ante el infortunio, estamos nuevamente solos, como en ese momento en que llegamos a este mundo, presagio del momento futuro, donde seremos llamados por Dios a su presencia y estaremos nuevamente, frente a él, desnudos, inmensamente solos.
El abandono a la recuperación de la fuerza de creer, me devolvió la vista. Los milagros existían y se hacían presentes en mi vida. Volví a nacer con los ojos, en un parto largo, de una recuperación interminable, al borde de la desesperación, en la impotencia cotidiana, de no poder ver. Topar con las cosas, botar los vasos, quebrar platos, derramar el agua caliente al servirte una taza de té. Tener que orinar de memoria, aprenderse los pasos hasta la cama, no poder dormir por las consecuencias de la operación y estar boca abajo durante meses. Sentirse desvalido, invalidado por la carencia. Sentirse un estorbo, un paria, al punto de tener que abandonar el lugar donde te estás recuperando. Juntar tus cosas en un bolso, aún sin poder ver, para regresar a tu casa, en medio de una completa soledad.
Hace unos días, me dijeron que tendré que ser operado nuevamente, una catarata me esta dejando nuevamente ciego. La más completa y absoluta soledad vino a mí nuevamente. Caminé cientos de cuadras, tratando de ver, tratando de recordar las formas y los colores, que han poblado mis innumerables fotografías. Busque a alguien para contarle, para desahogarme, para llorar, con los ojos del corazón, pero no había nadie, la soledad era inmensa, entre formas que no se dejaban ver. Pero la vida en su sabiduría me preparó para este momento.
Me posibilitó el año pasado subirme al escenario, aún sin poder ver bien, actuar y hacer música, para un grupo de teatro argentino. Música experimental, con platos, tazas, vasos, ollas, cucharas, tostador y cuanto utensilio, encontré en mi batería de cocina. Fui aclamado y llamado “maestro”, por músicos y actores, venidos de diferentes partes de América Latina y España, y mi alegría se transformó en orgullo.
Hoy, en que nuevamente mi madre, en alguna parte del universo, esta con dolores de parto, me sumerjo en su cálido vientre, para dar gracias a Dios, por tener la posibilidad de vivir la vida, como un milagro.
Todo había comenzado como una mosca que iba y venía, en mi campo visual, en la medida en que miraba a un lado y otro. Al segundo día era un punto, al tercer día la mitad de la visión, al cuarto día ya no veía. No lo podía creer. Para mí, como fotógrafo, actor y artista audiovisual era, sencillamente la muerte. El final de todo aquello, que constituye la esencia de lo que eres, mas allá de lo que haces, sea profesionalmente o como amateur. La vista como sentido vital de la existencia, se vuelve más necesaria en la medida en que se pierde. En momentos en que la ciencia humana, llega a su límite, nos encontramos nuevamente solos, ante Dios. Como ese día en que casi inconsciente, avanzaste desde el útero de tu madre, hasta la salida y de ahí a las manos de la matrona, para sentir el frío de la vida, una palmada en el culo, para obligarlo a llorar y a respirar. Colgando boca abajo, sintiendo la soledad del mundo, que comienza a abrirse ante tus ojos, dejando atrás la ceguera y la obscuridad del vientre materno. Cuando el dolor se hace agudo, ante el infortunio, estamos nuevamente solos, como en ese momento en que llegamos a este mundo, presagio del momento futuro, donde seremos llamados por Dios a su presencia y estaremos nuevamente, frente a él, desnudos, inmensamente solos.
El abandono a la recuperación de la fuerza de creer, me devolvió la vista. Los milagros existían y se hacían presentes en mi vida. Volví a nacer con los ojos, en un parto largo, de una recuperación interminable, al borde de la desesperación, en la impotencia cotidiana, de no poder ver. Topar con las cosas, botar los vasos, quebrar platos, derramar el agua caliente al servirte una taza de té. Tener que orinar de memoria, aprenderse los pasos hasta la cama, no poder dormir por las consecuencias de la operación y estar boca abajo durante meses. Sentirse desvalido, invalidado por la carencia. Sentirse un estorbo, un paria, al punto de tener que abandonar el lugar donde te estás recuperando. Juntar tus cosas en un bolso, aún sin poder ver, para regresar a tu casa, en medio de una completa soledad.
Hace unos días, me dijeron que tendré que ser operado nuevamente, una catarata me esta dejando nuevamente ciego. La más completa y absoluta soledad vino a mí nuevamente. Caminé cientos de cuadras, tratando de ver, tratando de recordar las formas y los colores, que han poblado mis innumerables fotografías. Busque a alguien para contarle, para desahogarme, para llorar, con los ojos del corazón, pero no había nadie, la soledad era inmensa, entre formas que no se dejaban ver. Pero la vida en su sabiduría me preparó para este momento.
Me posibilitó el año pasado subirme al escenario, aún sin poder ver bien, actuar y hacer música, para un grupo de teatro argentino. Música experimental, con platos, tazas, vasos, ollas, cucharas, tostador y cuanto utensilio, encontré en mi batería de cocina. Fui aclamado y llamado “maestro”, por músicos y actores, venidos de diferentes partes de América Latina y España, y mi alegría se transformó en orgullo.
Hoy, en que nuevamente mi madre, en alguna parte del universo, esta con dolores de parto, me sumerjo en su cálido vientre, para dar gracias a Dios, por tener la posibilidad de vivir la vida, como un milagro.